Estamos en una época difícil por el Covid, especialmente para la gente mayor y para las personas con problemas de salud. Los que padecemos de corazón, hipertensión, diabetes, y otras patologías somos “personas en riesgo”. Ello implica que infectarnos por el coronavirus nos puede poner las cosas difíciles, por eso la vacuna, aunque no infalible, nos puede ayudar. En el caso de las arritmias, la probabilidad de que reaparezcan las afecciones dormidas, o se agraven la ya existentes, es muy alta. Esta alta probabilidad no solo se da porque el virus ataca las células del corazón y por tanto las favorece, sino tambien porque algunos fármacos utilizados para su cura tienen graves efectos secundarios sobre el corazón, hasta tal punto que varios países ya han prohibido el uso de quininas como tratamiento.
En estos tiempos es normal pensar más en la muerte, y en las probabilidades que tenemos de que, si nos infectamos, terminemos nuestros días solos en la cama de un hospital, sin nadie a nuestro lado.
Yo he tenido momentos de verdadera angustia en este año y medio, no solo por mi, sino por mi familia. Me he angustiado porque mi madre es muy mayor y la infección terminaría con ella con alta probabilidad, me he angustiado por mi hermano que tiene que trabajar como transportista y tiene más riesgo, por mi expareja que trabaja y a veces suele obviar las medidas de seguridad por exceso de confianza. Pero también me he agobiado por mi mismo, porque realmente, cuando la idea me llega a la cabeza me produce una terrible angustia. Si, tengo momentos en los que me da mucho miedo morirme y la angustia me invade, pero cuando pasan unos minutos, empiezo a pensar otras cosas.
Cuando he viajado por otros países he visto grandes diferencias entre nosotros, los países occidentales, y otros países en los que he estado como Brasil, Guinea o Colombia. Me refiero a nuestra actitud ante la muerte. Recuerdo un viaje a Guinea Ecuatorial en el que durante la primera semana en Malabo oímos tambores todos los días durante una semana. Luego nos enteramos que la razón de ese jolgorio era la muerte de un “papa”, un anciano venerado por su tribu. Cuanto más importante era el “papa” más días y más jolgorio se montaba cuando moría. Un día acompañe a mi amigo a otro entierro, para cuya asistencia era condición indispensable comprar algo de alcohol, y así lo hicimos, mi amigo compró unos cartones de vino Don Simón como presente para la familia. Cuando llegamos a la aldea, a unas 2 horas de Malabo, todos estaban bailando y cantando. Me presentaron a la familia del finado y todos tenían una sonrisa serena en su cara, parecía que estuviesen disfrutando el entierro como si fuese una boda para nosotros. La actitud de ninguno de los miembros de su tribu o de su familia era de pesar, y no era por el efecto del vino, ya que no tenían hasta que nosotros se lo llevamos.
Sin tanta algarabía he visto la aceptación a la muerte y a la enfermedad en otros sitios, pero siempre en países que consideramos subdesarrollados. En Colombia he visto la paciencia con la que las madres aceptaban las muertes de sus seres queridos, en Brasil la calma y la tranquilidad ante las desgracias. En todos los casos siempre me sorprendió esa aceptación, no había resistencia a la desgracia, era una total resignación tal como la define el diccionario.
Al contrario que las culturas deístas, en las que se asume la existencia de un más allá, y de la eternidad después de esta vida, que es sólo de paso, muchas otras culturas simplemente han aceptado que la vida es así, un ciclo breve de existencia en el que no hemos decidido participar, sino que nuestros padres decidieron por nosotros, y en el que simplemente participamos como mejor podemos. Esta cercanía a la vida sin dramas ni rechazos, sin miedos pero con mucho respeto, e incluso temor por lo vivo, lo he visto en los estratos más humildes de esas sociedades, o en los indígenas que me han guiado en mis excursiones por la selva.
La actitud contraria a la aceptación de la vida tal como es, con sus maravillas y sus desgracias, es lo que domina y se nos ha inculcado en nuestra sociedad occidental. En nuestra cultura se teme todo lo relacionado con la muerte, la muerte y la enfermedad se toman como fracasos, hay que ocultarlos. La gente prefiere mantener en secreto sus problemas de salud, a veces para no dar la sensación de que han" fracasado". Pero también se aísla al enfermo, se le saca de la sociedad, se le oculta, y a menudo incluso él se oculta. No se convive con la enfermedad públicamente, y mucho menos con la muerte. Nadie habla de la muerte, nadie la tiene en cuenta, nadie se prepara para ella. La tribu protectora ha desaparecido y ahora es el estado u otras instituciones, las que se encargan de los enfermos.
Los budistas se pasan toda su vida preparándose para la muerte, la búsqueda del dharma es precisamente vivir el momento para no tener que temer el futuro y así no angustiarse por la certeza de la llegada del bardo, como lo llaman. Sin embargo, un estudio reciente (Nichols et al. 2018 Cognitive Science 42:314) demuestra que son los budistas, en comparación con cristianos, hinduistas o americanos no creyentes, los que tienen mayor miedo a la muerte, lo que apoya que las ideas que nos formamos de las cosas pueden no tener mucha relación con la realidad. Puede que en los países budistas ocurra lo mismo que en el resto de países creyentes, una cosa son los principios, y otra muy diferente hacerlos propios y aplicarlos.
Cuando se tiene una enfermedad crónica del corazón, o cualquier otra enfermedad, y se vive en estos tiempos en los que la muerte está esperándonos en forma de virus, hay que pensar en la muerte, y yo creo que hay que aprender a tenerla presente y prepararse. Alquien dijo una vez que si quieres aceptar tu muerte sin miedo tienes que aprender a vivir sin miedo. Hay que pensar en la muerte y prepararse para ella, no de forma negativa, dramática, o depresiva. Al contrario, aprender a aceptar la muerte es una actividad intensa que requiere estar constantemente activos.
Los creyentes tienen una gran ventaja, porque si realmente son creyentes, verán la muerte como otra posibilidad, como una transición. Pero esto solo les ocurrirá a los verdaderos creyentes, como a los verdaderos budistas que comenté antes. Reencarnarse, creer en un cielo, en un más allá es uno de los mejores recursos para enfrentarse a la muerte, para quienes realmente crean, claro, porque he visto algunos creyentes resistirse y temer la muerte como el que más. Pero yo no soy creyente, para mi solo hay una vida, y claro que nos reencarnamos, todos estamos hechos con los átomos que antes formaron parte de muchos otros seres, pero cuando nos morimos, todo termina. Todo en nuestra existencia tiene un proceso de nacimiento, desarrollo y muerte: los seres vivos, las sociedades, los países, nuestra tierra, y, posiblemente, hasta nuestro universo.
Creo firmemente que el propósito de la vida no es perdurar, no es llegar a viejos por llegar. Creo que el propósito es avanzar en nuestra esencia, conocernos, evolucionar, experimentar, vivir aceptando la vida todo lo que se pueda, no es tanto acumular experiencias como disfrutar con intensidad y autenticidad lo que se vive. Conozco gente que acumula viajes u otras experiencias como quien acumula sellos, y he conocido gente que no han salido de su país y han disfrutado de su vida plenamente.
Pero lo cierto es que cuando me agobio por el virus y pienso que puede afectarme mortalmente, al rato pienso si mi vida a merecido la pena, y la conclusión es que sí. Yo creo que he tenido mucha suerte en mi vida, he tenido la suerte de tener una producción de endorfinas suficientemente alta como para ser alegre desde niño. Siempre he tenido una visión lúdica de la vida. He sido un apasionado de la mayoría de cosas que he hecho, y nunca he considerado mi profesión un trabajo, sino un verdadero disfrute. Hasta hace muy poco tiempo nunca me preocupé por saber nada que tuviese que ver con mi nómina, siempre me consideré un afortunado porque me pagan por hacer lo que me gusta. He disfrutado mucho de la vida, y lo que creo más importante, he hecho disfrutar a la gente con mi alegría y mi vitalidad. Siempre fui bastante payaso, lo heredé de mi padre y lo desarrollé lo que pude, incluso, aunque brevemente, en el escenario. He sido un profesor al que algunos alumnos han apreciado (lo se por sus comentarios), y he tenido la dicha de haber influido en las trayectorias vitales de varios de ellos,(conozco a varios cuyas profesiones han estado determinadas por mi influencia), y eso, el saber que has influido en la felicidad de la gente, es algo impagable.
He trabajado mucho, sé que puede sonar vanidoso, pero he sido uno de los profesores que mas dinero y proyectos ha aportado a mi universidad, lo que quiere decir que he contribuido significativamente a su desarrollo y promoción. He publicado por encima de la media y creo que he contribuido al desarrollo de mi entorno, a la vez que a la protección y mejora de la naturaleza, lo que han sido siempre algunos de mis objetivos personales: entender la vida, mejorar mi sociedad y proteger el medio ambiente para que lo disfruten los que vengan. Pero también he pecado de ambición y de soberbia laboral, muchas veces no he sabido parar, quedarme, disfrutar mejor de lo que había, siempre he generado ideas y mi apasionamiento me ha llevado a querer ejecutarlas, a veces, de forma atropellada y sin pensar en las consecuencias, que suelen ser el estrés y el no poder profundizar lo suficiente. En algunas cosas he pasado muy superficialmente por ellas. Esta ambición laboral creo que ha sido el origen de mi problema de salud. Estoy convencido que mi arritmia ha sido, también (mi padre ya la tenía), favorecida por esta visión apasionada y ambiciosa en mi trabajo, una falta de autocontrol que he pagado con mi salud.
Creo, al menos, que la enfermedad me ayudó a entenderlo y desde entonces he aprendido a disfrutar parte de mi vida como si fuese un jubilado. Si, a alguno le podrá parecer raro, incluso no ético. Pero durante varios años colaboré en el rectordo de la universidad haciendo estadísticas y me di cuenta que había trabajado, a los 45 años, más que el 90 por ciento de mis colegas de universidad en toda su vida laboral. Entonces me percaté que había pagado a la sociedad mucho más de lo que se me pedía, y que tambien lo había pagado con mi salud. Entonces tomé la decisión de que parte de mi tiempo laboral lo utilizaría como si fuese mi tiempo de jubilación ya que hay una alta posibilidad de que no viva hasta la jubilación, o que lo haga en malas condiciones. Así que dejé de trabajar tanto, aprendí a decir que no a muchas cosas, aprendí a seleccionar y a profundizar mejor en lo que hacía. Claro que no ha sido perfecto, porque cuando se tienen ideas cuesta mucho no querer llevarlas a cabo. Pero sí lo he conseguido en buena parte. Como consecuencia, he dedicado parte de mi tiempo a hacer otras cosa que me gustaban, como carpintería, pintura, dibujo, tapicería, fotografía, vela, remo, etc. puedo decir que he aprendido un oficio, el de carpintero, y he entendido el valor del tiempo y del artesano, y sobre todo he aprendido a ver, hacer y entender cosas que antes no veía ni valoraba
También he viajado bastante, siempre creí que ya que hemos tenido la suerte de vivir hay que conocer un poco como es este mundo maravilloso que nos ha tocado. Tal vez he viajado mucho menos de lo que me hubiese gustado, pero la mayoría de las veces lo he hecho como un viajero, no como un turista, de hecho en muchos sitios he viajado para ir a trabajar, o al menos ese era parte del objetivo del viaje. He visto parte del mundo que me ha tocado vivir, he disfrutado de otras culturas, de otros paisajes de otra gente. Guardo en mi memoria todas esas experiencias como quien ha hecho muchas obras de arte a lo largo de su vida, pero en este caso esas obras solo quedan dentro de mi
Me he sentido muy querido y he querido, pero tambien he sufrido, y he hecho sufrir, desgraciadamente. El problema de los que somos apasionados es que se disfruta y se sufre con intensidades parecidas. He cometido muchos errores, y estoy lejos de haber madurado lo que me hubiese gustado. He sido muy generoso en muchos aspectos de mi vida, pero tambien he tenido un cierto nivel de narcisismo, egoísmo y vanidad que a veces han hecho daño, algo de lo que me arrepentiré siempre, y que hubiese preferido no haber cometido. Me hubiese gustado haber sabido querer mucho mejor de lo que lo he hecho.
Si ahora me muriese, solo lo sentiría por no haber podido evolucionar más, madurar mas y aceptarme y conocerme mucho mejor. Hay gente que dice que se conoce muy bien y yo la admiro, pero yo no puedo decirlo. Me he pasado media vida intentando conocerme y todavía no lo he conseguido, sobre todo porque creo que realmente uno nunca termina por conocerse bien, y eso para mí es una cualidad; como leí una vez “ if you are not dead, you are not done yet”. Me gustaría tener la sensación de que siempre podré mejorar, de que siempre podré aprender un poco más, de que siempre podré entenderme y entender la vida un poco mejor, de que puedo sorprenderme a mí mismo, de que puedo ser mejor persona. Decía un famoso filósofo que la gente realmente inteligente era gente de una profunda bondad, y yo estoy totalmente de acuerdo, porque la bondad, como la inteligencia, se aprende. Pero tambien hay que ponerle ganas.
Creo por tanto que a mis años he disfrutado mucho de la vida. He tenido suerte porque no he sufrido grandes contratiempos, se lo que es sufrir por la muerte de un padre, por las separaciones y rupturas sentimentales, por los errores que he cometido y que han hecho daño a otras personas, por mi propia enfermedad, pero en comparación con otros que han tenido mucha menos suerte que yo, tengo que considerarme un hombre muy afortunado.
Por ello, cuando me entra el agobio del miedo, hago este
balance y entonces simplememte me relajo, dejo de pensar, acepto lo que venga e
intento dejar que la vida fluya, luchando siempre por verla con el suficiente
desapego.