Cuando me realizaron la segunda cardioversión, que falló
estrepitosamente, tuve un pensamiento
descorazonador. Pensé que ahora que había empezado a aprender a vivir, resultaba
que tendría que empezar a aprender a morir. Pero hace poco me di cuenta de que
antes de aprender a morir, tengo que aprender a enfermar, tengo que aprender a
vivir con la enfermedad.
Si me preguntasen cómo me gustaría morir, yo lo tengo
claro. Lo ideal sería morir durmiendo, morirme sin darme cuenta, arropado por
el sueño, acompañado sólo por mi cama, esa
sería mi muerte perfecta. Me gustaría morir sin enterarme, pero también me gustaría que nadie estuviese a mi lado sufriendo por mi muerte, me gustaría que fuese una sorpresa para todos, sobre todo para mí.
Mi verdadero ideal por tanto sería vivir cada día como si no
fuese a morirme nunca y que la muerte me sorprendiese. No me gustaría estar
pendiente de la muerte, pendiente de médicos, de tratamientos y
hospitalizaciones, aunque tengo claro que cuando llegue el caso, que llegará,
tendré que aceptarlo como parte de mi vida, porque como decía José Luis Sanpedro:
“tenemos la obligación de vivir la vida, pero tenemos también la obligación de
saber vivir la enfermedad, porque la enfermedad, como la vejez, es parte de la
vida”
Mi lucha es la de evitar que la enfermedad me domine, evitar
que la enfermedad domine mis días, mi
cotidianeidad, que la enfermedad domine mis pensamientos o mi actitud; mi lucha
es intentar vivir cada día como si no estuviese enfermo, intentar que mi
entusiasmo por las cosas no disminuya, que no me domine el pesimismo y limite
mis ganas de seguir disfrutando de todo lo que pueda. No quiero evitar mi
realidad ni ignorarla, pero no me gustaría que la enfermedad dominase mi estado
de ánimo. Me insisto a mí mismo en esta idea, intentando que no se me olvide.
Me gusta imaginarme como alguien que vive como si no
estuviese enfermo, como alguien cuyos únicos límites son solo los que le impone,
físicamente, la enfermedad. Pienso en
los millones de personas que tenían grandísimos planes y proyectos de vida, a
quienes les esperaba en casa un ser querido, acababan de comprar los billetes de avión para
el viaje de su vida, o tenían grandes proyectos que realizar. Personas a las
que una enfermedad repentina o un accidente truncaron sus planes en cuestión de
segundos, o de pocos días. Así me gustaría vivir lo que me queda de vida. Esas
personas no estaban preocupadas por una enfermedad grave o degenerativa, ni por
el precario futuro que les podía imponer, esas personas disfrutaron su vida
hasta que la muerte se la arrebató. Esa es la diferencia entre ellos y yo, o
dicho de otra forma, esa es la diferencia que me gustaría que no hubiese entre
ellos y yo. Al contrario que ellos, yo se cosas sobre mi futuro que están
configurando y determinando mi presente, y que a veces me angustian y deprimen.
Me gustaría que, como ellos, pudiese vivir cada momento como si no supiese
cuanta vida me queda.
Pero también me gusta pensar que, a diferencia de ellos, yo
tengo una gran ventaja, puedo preparar
mi futuro, puedo organizar mis cosas antes de que me vaya. De hecho ya he me he
empezado a preparar, ya he hecho un testamento, he hablado con mi hermano
y mi pareja sobre qué hacer si algo se tuerce en alguna de las cardioversiones
o ablaciones, o si un ictus me dejase tan disminuido que ni siquiera pudiese
moverme.
Hace tiempo, cuando aún no estaba enfermo, leí una
entrevista de alguien que describía como quedaban las cosas, la vida, los
planes, etc. de alguien que muere repentinamente en un accidente, describía la
ingente cantidad de aspectos de la vida, actividades, citas, trabajos, etc. que quedan truncados cuando alguien muere dramáticamente,
y de la dureza de la situación para los familiares, parejas o amigos, intentando cerrar inesperadamente toda esa
vida abierta, toda esa vida que ya no
podrá ser. Yo insisto en creer tener una ventaja frente a ellos, me gusta
pensar que al menos tengo la posibilidad de organizar mis cosas antes de irme,
que aún tengo tiempo para organizarlo
todo.
En este aspecto no puedo por menos que acordarme de la
película Mi vida sin mí. Me gustaría tener el coraje de su protagonista
preparando la vida de su familia para cuando ella no esté. Pero también me impactó porque sé que la
realidad siempre supera a la ficción, sé que en muchas partes habrá habido
y hay personas que, sabedoras de su breve futuro, habran hecho lo impensable para que
los que quedan tengan la mejor vida posible. Estoy seguro que habrá personas
cuyo comportamiento y estrategia habrá superado en mucho a la película.
Me gustaría que a lo largo de la evolución de mi enfermedad,
de la degeneración prematura que me va a imponer, mi mente se pudiese mantener independiente
de la degeneración física. Yo creo que la enfermedad es como un
envejecimiento natural, solo que más acelerado.
Si considero que ahora tengo 50 años, que mi padre murió a los 80, mi
abuelo a los setenta y poco, y mis tíos
no pasaron ninguno de los 80, sé que genéticamente estoy programado para no
superar esa edad, pero lo que también sé es que a mí no me quedan 30 años de
vida. Si tenemos en cuenta que la fibrilación auricular permanente duplica la probabilidad de muerte a los que la padecen,
o lo que es lo mismo, reduce a la mitad su esperanza de vida, tengo claro que
me quedan, en el mejor de los casos y considerando la hipótesis más optimista,
unos 15 años de vida.
Pienso entonces que cada paso de mi enfermedad es igual que
cada paso en el deterioro natural que impone el envejecimiento, deterioro que
he visto en mi padre o en mi madre, pero que en mi caso irá a doble velocidad.
Prefiero entender mi enfermedad como un
proceso tan natural como el envejecimiento, o de otra forma, pienso que mi enfermedad es como cualquier otro
proceso natural, por lo que no debería enfadarme ni luchar contra mi realidad, como nadie, salvo
los necios, lucha contra lo que no pueden controlar.
Intento evitar compararme con los que están mejor que yo, y
en todo caso, si tengo que compararme, prefiero compararme con los que están
peor, o ya no están. Muchas veces me sirve pensar en los que se fueron sin
haber podido disfrutar lo que yo ya he disfrutado y sigo disfrutando, y
entonces me sirve pensar que, sólo por ellos, solo por los que no pudieron
llegar, merece la pena seguir aquí.
Pienso que por ellos tengo que seguir disfrutando de lo poco o mucho que
me queda. Me gusta pensar que tengo que vivir lo que ellos no pudieron, aunque
sea algo tan simple como ver salir el sol , disfrutar un día de lluvia, de una
película, o de cualquier detalle de la cotidianeidad.
Veo muchas personas que no aceptan envejecer, se enfurecen
al no poder hacer las cosas como las hacían cuando eran jóvenes. Veo viejos que
no aceptan la vejez como parte de la vida sino como una patología. Quieren ser
viejos pero con todas las facultades físicas y mentales de los que no lo son, o
no dejan de envidiar a aquellos que llegan con menos deterioro que ellos. Pocos mayores parecen
aceptar la genética y el destino que les ha tocado, y se revuelven una y otra
vez contra su realidad. En vez de disfrutar de las facultades y posibilidades
que todavía tienen, se regodean una y
otra vez en sus limitaciones o utilizan su edad y su deterioro como excusa para
no disfrutar del resto de vida que les queda. No me gustaría comportarme con mi
enfermedad como esos ancianos que rechazan su envejecimiento y que niegan una y
otra vez su destino como si nunca fuesen a morir, o al contrario, actúan como
si ya estuviesen muertos. La enfermedad para mi es otro proceso natural, tan
natural como la muerte, y como tal debo aceptarla.
Pero dejarse dominar por la enfermedad cuando aún se está
vivo y se tiene un mínimo de consciencia es permitir que la enfermedad nos robe
lo que todavía es nuestro, lo que todavía no ha conquistado. Creo que a la
enfermedad no hay que dejarla que domine lo que aún no puede dominar, esto es lo que yo entiendo como “luchar contra
la enfermedad”. No creo que se pueda luchar intentando frenar una enfermedad,
la enfermedad es en el fondo una parte de uno mismo, si mis músculos fallan por
un ELA o por un cáncer esos también son mis músculos y el ELA o el cáncer soy
yo, yo soy por tanto la enfermedad, mi arritmia es parte de mi, igual que el
tener un pie del 48 o medir 1,90 m, pero la enfermedad no es todo lo que yo
soy. Mi enfermedad determinará el funcionamiento de mi corazón o de mis
músculos, pero el resto de mi cuerpo y de mi mente no tiene por qué verse
afectado por la enfermedad, ya no es enfermedad. Mientras mi
cabeza esté sana, mientras al menos pueda mover un ojo y la enfermedad no lo
dañe, intentaré que éste no pierda el tiempo sintiendo lástima por quedarse
tuerto, sino disfrutando de lo poco o mucho que aún le queda por ver.
Yo tengo una gran suerte, de momento, y si no desarrollase otra enfermedad, cosa poco probable, la que ahora tengo es una enfermedad que
no es dolorosa. Es una enfermedad que produce
angustia, crea sensaciones de ahogo,
intranquilidad, dolores puntuales en corazón, y un sinfín de síntomas que reducen la
actividad, pero que no me obligan a estar conectado a una bomba de morfina. Me
comparo con mis amigos y familiares que tuvieron la desgracia de morir entre
terribles dolores y me siento inmensamente afortunado, al menos de momento.
El problema para mi es que mi estado de ánimo cambia con el
tiempo. Cuando estoy en un estado
optimista veo cada día como una oportunidad, no pienso en mis limitaciones sino
en lo que puedo hacer cada momento y cada día, no pienso en la brevedad de mi vida
ni en los padecimientos que me esperan.
Aunque tenga síntomas y sensaciones desagradables mantengo mis planes a
largo plazo pero me fijo solo en cumplir los de muy corto plazo.
Sin embargo, cuando me domina el pesimismo, entonces es la
desesperanza, el desinterés en el futuro inmediato lo único que existe.
Entonces me abandono a la pasividad, ¿para qué hacer nada si no tengo futuro? ¿De
qué sirve trabajar, tener ilusiones, ver amigos, o simplemente existir? En esos momentos cada persona con la que me
cruzo me parece con una suerte infinitamente mayor que la mía, envidio los que
han llegado a viejos porque se qué yo no llegaré. Envidio a muchas personas con
las que me cruzo por que no padecen ninguna enfermedad, y creo que sufro una
terrible injusticia por haber enfermado tan pronto. Los pensamientos más negros
y pesimistas son los que bombardean mi mente en esos días y cada minuto es un
esfuerzo por no perderme a mí mismo.
La diferencia entre
mi actitud optimista y la pesimista no tiene nada que ver, la mayoría de las veces, con mi estado real de salud. No es que me
sienta mal por la arritmia y por eso entro en el pesimismo, no necesariamente, a
veces me siento peor físicamente y sin embargo sigo optimista, otras veces estoy
bien de mi enfermedad, no tengo ningún síntoma, pero caigo en la depresión. En este sentido, me pasa lo que he leído en una entrevista a Rafael Santandreu y cuya idea comenta en su libro "El arte de no amargarse la vida"
“una idea irracional muy extendida es que la salud es muy importante,
¡eso es totalmente absurdo!. La salud es algo que vas a perder seguro a medida
que cumplas años. ¿Cómo te puedes apegar a algo que vas a perder seguro?. Te
preguntaré algo: ¿Cuántas personas crees que hay en el mundo que no tienen una
salud completa y que son bastante felices o muy felices?, muchos. Si la salud
fuera tan importante, muchos de ellos ya se habrían suicidado. Está bien tener
salud, pero puedo ser muy feliz también sin ella. Me costará más y tendré que
hacer otras cosas para compensarlo, como el caso de Stephen Hawkins”
Para mí la clave para evitar el pesimismo es detectar cuando
estoy entrando en ese estado pesimista. Mi truco, de momento, está en detectar
los momentos de inflexión. Si estoy realmente atento a mi cabeza me doy cuenta
de los momentos en los que las ideas negativas empiezan a invadirla. No paso
del optimismo al pesimismo en cuestión de segundos, el cambio no es tan rápido,
y si estoy atento, si me esfuerzo en detectar y evidenciar esos cambios,
entonces es cuando puedo contrarrestarlos.
Para mí es una cuestión de esfuerzo, es un acto de voluntad,
es como querer seguir haciendo deporte o mantener cualquier actividad voluntaria diariamente.
La diferencia es que hago deporte a horas fijas, me voy a clases de pintura en
días y horas concretos y puedo prepararme mentalmente para disfrutar de las
actividades que me propongo. Pero las ideas negativas sobre mi futuro llegan en
cualquier momento, no tienen hora ni día, no llegan a las 2 de la tarde y puedo
estar preparado para frenarlas. Cualquier contratiempo, una inesperada
taquicardia nocturna, una contrariedad personal, un pequeño detalle en cualquier momento del día, o simplemente sentir
palpitaciones al subir una escalera, abren la puerta para empezar a cambiar del
optimismo al pesimismo.
El ejercicio de voluntad es el estar atento a ese momento, a
ese fugaz pensamiento negativo que me invade, detectarlo y hacerlo consciente. Lo eficaz es darme
cuenta de los momentos iniciales del cambio del optimismo al pesimismo, es
entonces cuando puedo hacer pequeños esfuerzos por contrarrestarlos, es
entonces cuando puedo borrar de mi mente el pensamiento y aferrarme a las
razones anteriores para compensarlo (por eso también las escribo, para poder
recordarlas cuando he perdido el sentido).Lo que me doy cuenta es que cuando ya
he entrado en un estado pesimista, cuando ya estoy en el pozo, me resulta mucho
más difícil salir de él y entonces me parece que no puedo más que esperar a que
pase el tiempo, a que amanezca otro día y la suerte haga que pueda sentirme
mejor.
Por eso es tan importante la meditación para personas como
yo. La meditación es el deporte mental de darte cuenta de lo que pasa por la
mente, y obligarla a pensar lo que tu quieres, no lo que ella quiere. Por si alguien estuviese interesado, comenté en otra entrada mi visión de la meditación.
La meditación me ayuda a desbloquear los pensamientos
negativos, para mi meditar es como un entrenamiento deportivo, tienes que ser muy consciente de lo que estás pensando, y estar
constantemente obligando a la mente a volver donde tu quieres. La
meditación es un entrenamiento para
reconocer los pensamientos depresivos cuando estos empiezan a aparecer. La
meditación me ayuda a romper la inercia del pensamiento, me ayuda reconocer
cuando las elucubraciones negativas empiezan a invadirme.
Cuando me invaden los pensamientos negativos entonces me
fuerzo en pensar que todavía estoy bien, que el resto de mi cuerpo sigue
funcionando y que debo disfrutar el momento y evitar los pensamientos que hacen
que el futuro quiera dominar mi presente. En este sentido la meditación me está
ayudando, sé que es una cuestión de voluntad. La misma voluntad que debo poner
al meditar, en estar pendiente de mis pensamientos, en verlos como si fuese un
observador, un espectador de mi cabeza, esa voluntad es la misma voluntad que
me ayuda a reconocer cuando mi mente quiere entrar en la visión negativa de mi
existencia. De hecho, para algunos maestros de la meditación, esta no es más que un continuo esfuerzo de voluntad, meditar es ejercitar continuamente la voluntad, la voluntad de detectar los pensamientos y no dejarse llevar por ellos.
El éxito entonces es no perder el sentido de mi vida, no
olvidarme de los objetivos que me quedan por cumplir, intentar terminar el
trabajo y los pequeños desafíos que me he planteado. Luchar por mantener estos
objetivos es lo que me salva de caer a veces en la desesperación. Darle un sentido a mi vida me ayuda a vencer
los pensamientos negativos, pero este es un aspecto del que prefiero hablar en
otro momento, que bastante me he enrollado ya.
Hay que llevarlo con templanza lo mejor posible. A cada le toca un toro con el que lidiar y no sabemos como será de larga o dura la corrida. Salud y ánimo.
ResponderEliminarMuchas gracias, totalmente de acuerdo, eso es lo que he intentado decir. Pero siempre hay un proceso de adaptación, algunas personas se adaptan en cuestión de minutos y otras necesitamos mas tiempo y además escribirlo para creenoslo.
ResponderEliminarIncreíble reflexión. Me quito el sombrero ante ella...
ResponderEliminarGrandes verdades ante grandes realidades.
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